En el capítulo más emotivo de La Promesa, asistimos a una despedida que marca el fin de una era: Rómulo Baeza, el mayordomo fiel, el custodio de secretos, el hombre de confianza de los Luján, cierra por última vez las puertas del palacio que fue su hogar durante más de tres décadas. Pero detrás de su figura recta y su compostura, se esconde un pasado lleno de luces y sombras, de silencios cómplices y verdades jamás reveladas.

Rómulo no era simplemente un sirviente. Era el hombre que lo sabía todo. Cada crimen oculto entre los muros de La Promesa, cada gesto de traición, cada lágrima no vista, él la presenció. Protegió a unos, condenó a otros, y en su conciencia quedó el peso de haber sido parte activa —y pasiva— de muchos momentos oscuros. Su historia no comienza con los marqueses, sino mucho antes.

Nacido hacia 1850 en los alrededores de Luján, Rómulo procedía de una familia humilde, pero desde niño mostró una inteligencia poco común. Aprendió latín, se formó en lectura y cultura general —incluso se dice que estudió en un seminario—, y pronto comenzó su carrera como sirviente en la hacienda de la Tabanca, gobernada por un despiadado tratante de ganado. Fue allí donde ocurrió su primer “pecado”: obligó a Mateo Castillo, un joven mozo de cuadras, a limpiar sin sacar a los caballos. El resultado fue trágico: el joven quedó lisiado tras un accidente y acabó quitándose la vida.

Esa muerte marcaría el inicio de una cadena de eventos. Mateo era hermano de Gregorio Castillo, futuro esposo de Pía Adarre, y muchos años después, regresaría a La Promesa en busca de venganza. Así, el pasado de Rómulo siempre estuvo ligado al destino de aquellos que terminaron formando parte de su círculo en la finca.

Tras su paso por la Tabanca, Rómulo sirvió en diversas casas hasta que terminó en la del varón de Linaja en Cádiz, donde alcanzó el puesto de mayordomo. Allí conoció a figuras clave como Cruz Izquierdo, Eugenia, Leocadia, Petra, María Antonia y el conde de Ayala. Pero su papel no era únicamente el de mayordomo: también realizaba trabajos más oscuros, sirviendo como ejecutor silencioso del varón.

Cuando doña Cruz logró casarse con don Alonso de Luján, llevó consigo a Rómulo a La Promesa. Fue entonces cuando sus silencios se volvieron más pesados. Él fue uno de los responsables en la captura de Dolores, la madre de Jana y Curro, y participó en la separación de los hermanos. Incluso entregó a Curro a Eugenia Izquierdo. Rómulo es uno de los jinetes que aparecen en la emblemática escena del caballo blanco en el primer capítulo.

Pero lo más oscuro aún estaba por llegar: Cruz ordenó a Rómulo asesinar a Leocadia, su amiga de la infancia. Él la encontró, la redujo, pero en el último momento no pudo cumplir la orden. Leocadia le suplicó por su vida y por la del bebé que esperaba: Ángela. Por primera vez, Rómulo desobedeció a doña Cruz. Le mintió, le dijo que había cumplido la misión, y desde ese instante comenzó su lento camino hacia la redención.

Desde entonces, se convirtió en el alma discreta del palacio. Fue mucho más que el mayordomo. Fue mentor, padre, protector, consejero. Don Alonso confió en él como su sombra fiel. Para Catalina, Manuel y Leonor, fue una figura paterna. Protegió a Pía, se convirtió en confidente de María Fernández, en apoyo silencioso de Simona, Candela, Jana… incluso de Lope, de quien podría sospecharse cierta relación más profunda.

Sin embargo, a pesar de tantos actos nobles, nunca dejó de cargar con su pasado. Su ruptura con Emilia, por ejemplo, fue una de las mayores equivocaciones de su vida. Se alejó de ella por pensar que no podían tener un futuro juntos, dado que él era mayordomo y ella enfermera, y no le dio explicaciones. Años después, el destino los volvió a unir, y ahora, tras su boda con Emilia, ha decidido dar un paso definitivo: jubilarse.

La escena de su despedida es inolvidable. Catalina, conmovida, apenas puede ocultar su tristeza. Manuel lo abraza, roto por la emoción, y en una confesión íntima le revela el dolor que siente porque Jana debía haber dado a luz esa misma semana. Este gesto demuestra la profunda confianza que existe entre ellos, una confianza que Manuel no deposita ni siquiera en su propio padre.

Pero aunque Rómulo se va, su sombra permanece en cada rincón de La Promesa. Nadie como él conocía cada historia, cada rincón, cada herida del palacio. Y tal vez no lo haya contado todo… pero sí lo escribió. Porque Rómulo tenía un diario secreto, en el que anotaba cada detalle, cada crimen, cada mirada sospechosa. Y ahora, tras su marcha, ese diario queda en manos de Gustav, el narrador de esta crónica, quien promete revelarlo todo en futuras entregas.

Y mientras nos preparamos para descubrir esas verdades que aún arden bajo la superficie de La Promesa, Rómulo parte a Zahara de los Atunes. Allí le espera Emilia, una casa junto al mar, una barca para pescar y el amor que tanto tiempo esperó. Finalmente, puede vivir en paz, rodeado de atardeceres andaluces y con la certeza de haber cumplido su misión, aunque imperfecta.

Así se va Rómulo Baeza, el mayordomo que fue más que un sirviente. El hombre que encarnó la lealtad, que cometió errores, que desobedeció órdenes para proteger vidas, que cargó con secretos que jamás reveló… pero que siempre estuvo, firme, silencioso, observador. Un personaje que deja una huella imborrable en La Promesa, no solo por lo que dijo, sino por todo lo que calló.

Porque hay personajes que, cuando se van, dejan un vacío imposible de llenar. Pero también un legado. Y Rómulo Baeza es uno de ellos.