En los últimos capítulos de La Promesa, ha quedado más claro que nunca que Leocadia no solo ha fallado como madre, sino que su comportamiento ha rozado lo imperdonable. La serie ha dejado ver muchas caras del personaje, desde su pasado como víctima de Cruz hasta sus constantes juegos de manipulación, pero lo que ha sucedido recientemente con su hija Ángela ha encendido todas las alarmas y ha expuesto una verdad dolorosa: Leocadia es incapaz de proteger a su hija cuando más la necesita.
Todo estalla tras el desagradable episodio con el marqués de Andújar, un noble de reputación turbia que ha acosado sin pudor a Ángela. Lejos de defenderla, Leocadia reacciona de la manera más mezquina posible: culpabiliza a su propia hija y pretende obligarla a pedir perdón al marqués, como si fuese ella la responsable del agravio. Este acto no solo refleja una falta total de empatía, sino también la perpetuación de una mentalidad que pone siempre la culpa en las mujeres, incluso cuando son víctimas.
Estamos en 1916, es cierto, una época con valores distintos. Pero incluso dentro del contexto histórico, Leocadia queda retratada como una madre fallida. El contraste con Cruz Izquierdo es inevitable y revelador. Cruz, a pesar de ser despiadada, clasista y manipuladora, nunca habría dejado que algo así le ocurriera a sus hijos sin desatar una tormenta. Si la situación hubiera involucrado a Leonor, no habría habido perdón ni disculpas posibles: Cruz habría movido cielo y tierra, incluso habría recurrido al crimen, antes de permitir que su hija fuera humillada por un hombre como el marqués de Andújar.
Y no es solo imaginación: Cruz ya demostró antes su capacidad para proteger a los suyos, incluso cuando ni siquiera se trataba de su familia directa. Petra, su doncella personal, fue una de sus protegidas desde el primer momento. Cuando Petra sufrió un intento de abuso por parte de un lacayo en casa del varón en Cádiz, Cruz intervino sin dudarlo, salvándola, sobornando al ama de llaves para que pudiera quedarse, y posteriormente enseñándole incluso a leer y escribir. En Petra vio a alguien digna de cuidar, y no la abandonó. Es imposible no comparar esa actitud con la de Leocadia, quien no ha mostrado ni la mitad de compasión por su propia hija.
La escena con Manuel ha sido la gota que colma el vaso. En una comida con Alonso y Lorenzo, Leocadia presiona al joven para que asista a una cita concertada con la hija de la duquesa de Cerezuelos. Lo hace con una frialdad tan mecánica que incluso Alonso, siempre pasivo, se atreve a soltar un tímido “no le presiones tanto”. Pero eso no basta. El silencio cómplice de Alonso frente a la invasión emocional de Leocadia es otro síntoma de su permanente rol de “marqués Pancho”, un noble ausente, incapaz de actuar cuando la situación lo exige. Ni siquiera frente a su propio hijo muestra firmeza o protección.
En esa escena, Manuel mantiene la compostura, pero la tensión es evidente. Leocadia ha pasado de ser una presencia incómoda a convertirse en un agente de presión constante. La forma en que intenta forzarle a olvidar a Jana, su gran amor, y sustituirla por una alianza de conveniencia, solo confirma que su concepto de la maternidad es más político que afectivo. No piensa en el bienestar emocional de su hija ni del hijo del marqués. Solo ve estrategias, alianzas y conveniencias sociales.
Y si volvemos al caso de Ángela, la crueldad de Leocadia es aún más palpable. En lugar de consolarla, de acogerla, de sostenerla tras el trauma del abuso, la deja sola ante el peligro y encima la empuja hacia el verdugo. La escena de Lorenzo con Ángela —en la que la agarra, le grita, la intimida— genera verdadero miedo. El espectador no puede evitar sentir que algo terrible está por pasar. Y Leocadia, lejos de intuir el peligro, facilita el camino al lobo. La desprotección es total.
Pero Leocadia no solo fracasa como madre. También queda expuesta como una mujer vacía de vínculos reales. Lo vemos incluso en las palabras de Rómulo, quien, en su escena de despedida con Petra, dice verdades como puños: “Usted es una amargada. Yo me iré con el respeto de todos, usted se quedará con el desprecio de todos.” Este juicio, aunque dirigido a Petra, resuena también con fuerza en la figura de Leocadia, cuya falta de compasión la deja cada vez más aislada.
La figura de Rómulo, por contraste, brilla con luz propia en estos episodios. En sus últimos momentos en el palacio, tiene palabras significativas para todos. Ya vimos su despedida con Lope, ahora con Petra, y se intuye que cada gesto suyo está lleno de simbolismo. Mientras él parte con honra y reconocimiento, Leocadia se hunde en el desprecio silencioso de los que la rodean.
Y todo esto ocurre mientras nuevos personajes como la duquesa de Carril y su hijo Gonzalo, interpretado por Pepe Nufrío, comienzan a abrir nuevas tramas en la historia. Pero ni siquiera estos nuevos giros logran desviar la atención del núcleo emocional del episodio: la traición de Leocadia a su hija y su absoluta incapacidad de ejercer el rol de madre protectora.
En definitiva, La Promesa nos presenta una verdad incómoda pero poderosa: no todas las villanas son las que matan o manipulan desde las sombras. Algunas, como Leocadia, hacen daño desde la frialdad, desde el desprecio silencioso, desde la cobardía emocional. Y eso, a veces, es incluso más devastador que un crimen con sangre.
Así, La Promesa sigue demostrando por qué es una de las series más vistas de la televisión española: no solo por sus giros de guion, sino por su capacidad para retratar personajes complejos, contradictorios, profundamente humanos. Y Leocadia, aunque llena de sombras, nos muestra una de las caras más duras de la maternidad: la del abandono emocional disfrazado de autoridad.
En los próximos capítulos veremos si Leocadia es capaz de redimirse… o si seguirá cavando su propia tumba emocional, alejada de todos los que alguna vez confiaron en ella. Pero por ahora, su fracaso como madre es indiscutible, y las consecuencias empiezan a hacerse visibles.